
Forma parte de la trilogía de Italo Calvino (Italia), junto a "El Barón Rampante" y "El Caballero Inexistente".
Uno de mis grandes sueños fue adaptar los tres libros y escenificarlos. Sólo uno, El Barón Rampante, el año 1997, fue estrenado con un gran trabajo del Teatro Ludinario y donde interpreté a Cósimo Piovasco de Rondó, quien motivado por su rebeldía hacia la clase social a la cual pertenecía subió a un árbol del patio de su casa y no volvió a bajar nunca más, re-haciendo su vida arriba de estos árboles.
Tal era la admiración hacia este personaje, que el mismísimo Napoleón Bonaparte lo saludó, confesándole su devoción.
Invito a leer estas tres novelas, escritas como "fábulas fantásticas" y especialmente "El Vizconde Demediado", que tras un fallido intento de llevarlo al teatro, ahora prefiero comentarlo.
Aquí, un párrafo que describe el autor por la obra de Cervantes, nótese el parecido de Quijote y su escudero, comenzando apenas la obra...
"Había una guerra contra los turcos. El vizconde Medardo de Terralba, mi tío, cabalgaba por la llanura de Bohemia hacia el campamento de los cristianos. Le seguía un escudero de nombre Curcio. Las cigüeñas volaban bajas, en blancas bandadas, atravesando el aire opaco e inmóvil.
—¿Por qué tantas cigüeñas? —preguntó Medardo a Curcio—, ¿adonde vuelan?
Mi tío era un recién llegado, habiéndose enrolado hacía muy poco, para complacer a ciertos duques vecinos nuestros comprometidos en aquella guerra. Se había provisto de un caballo y de un escudero en el último castillo en poder de los cristianos, e iba a presentarse al cuartel imperial.
—Vuelan a los campos de batalla —dijo el escudero, lúgubre—. Nos acompañarán durante todo el camino.
El vizconde Medardo había aprendido que en aquel país el vuelo de las cigüeñas es señal de buena suerte; y quería mostrarse contento de verlas. Pero se sentía, a pesar suyo, inquieto.
—¿Qué es lo que puede llamar a las zancudas a los campos de batalla, Curcio? —preguntó.
—Ahora también ellas comen carne humana —contestó el escudero—, desde que la carestía ha marchitado los campos y la sequía ha resecado los ríos. Donde hay cadáveres, las cigüeñas y los flamencos y las grullas han sustituido a los cuervos y los buitres.
Mi tío estaba entonces en su primera juventud: la edad en que los sentimientos se abalanzan todos confusamente, no separados todavía en mal y en bien; la edad en que cada nueva experiencia, aun macabra e inhumana, siempre es temerosa y ardiente de amor por la vida.
—¿Y los cuervos? ¿Y los buitres? —preguntó—. ¿Y las otras aves rapaces? ¿Adonde han ido? —Estaba pálido, pero sus ojos centelleaban.
El escudero era un soldado huraño, bigotudo, que no levantaba nunca la mirada. "A fuerza de comer apestados, la peste también les ha alcanzado", e indicó con la lanza unas matas negras, que a una mirada más atenta se revelaban no de ramas, sino de plumas y de descarnadas patas de rapaces.
—No se sabe a ciencia cierta quién debe haber muerto primero, si el pájaro o el hombre, y quién debe haberse lanzado sobre el otro para quitarle el pellejo —dijo Curcio.
Para huir de la peste que exterminaba a la población, familias enteras se habían puesto en camino por los campos, y la agonía les había cogido allí mismo. Esparcidos por la yerma llanura, se veían montones de despojos de hombres y mujeres, desnudos, desfigurados por los bubones y, cosa que en principio parecía inexplicable, emplumados: como si de sus macilentos brazos y costillas hubieran crecido negras plumas y alas. Era carroña de buitre mezclada con sus restos.
Ya iban apareciendo en el suelo señales de batallas pasadas. La marcha se había hecho más lenta porque los dos caballos se paraban a menudo, o bien se encabritaban.
—¿Qué les ocurre a nuestros caballos? —preguntó Medardo al escudero.
—Señor —contestó—, no hay nada que disguste tanto a los caballos como el olor de sus propias entrañas.
Aquella parte de la llanura que atravesaban aparecía en efecto recubierta de carroña equina; unos restos estaban supinos, con los cascos vueltos al cielo, otros en cambio, con el hocico enterrado en el suelo.
—¿Por qué tantos caballos caídos en este lugar, Curcio? —preguntó Medardo.
—Cuando el caballo cree que va a despanzurrarse —explicó Curcio—, trata de retener sus vísceras. Algunos ponen la panza en el suelo, otros se dan la vuelta para que no les cuelguen. Pero la muerte no tarda en llegarles igualmente".
—¿Por qué tantas cigüeñas? —preguntó Medardo a Curcio—, ¿adonde vuelan?
Mi tío era un recién llegado, habiéndose enrolado hacía muy poco, para complacer a ciertos duques vecinos nuestros comprometidos en aquella guerra. Se había provisto de un caballo y de un escudero en el último castillo en poder de los cristianos, e iba a presentarse al cuartel imperial.
—Vuelan a los campos de batalla —dijo el escudero, lúgubre—. Nos acompañarán durante todo el camino.
El vizconde Medardo había aprendido que en aquel país el vuelo de las cigüeñas es señal de buena suerte; y quería mostrarse contento de verlas. Pero se sentía, a pesar suyo, inquieto.
—¿Qué es lo que puede llamar a las zancudas a los campos de batalla, Curcio? —preguntó.
—Ahora también ellas comen carne humana —contestó el escudero—, desde que la carestía ha marchitado los campos y la sequía ha resecado los ríos. Donde hay cadáveres, las cigüeñas y los flamencos y las grullas han sustituido a los cuervos y los buitres.
Mi tío estaba entonces en su primera juventud: la edad en que los sentimientos se abalanzan todos confusamente, no separados todavía en mal y en bien; la edad en que cada nueva experiencia, aun macabra e inhumana, siempre es temerosa y ardiente de amor por la vida.
—¿Y los cuervos? ¿Y los buitres? —preguntó—. ¿Y las otras aves rapaces? ¿Adonde han ido? —Estaba pálido, pero sus ojos centelleaban.
El escudero era un soldado huraño, bigotudo, que no levantaba nunca la mirada. "A fuerza de comer apestados, la peste también les ha alcanzado", e indicó con la lanza unas matas negras, que a una mirada más atenta se revelaban no de ramas, sino de plumas y de descarnadas patas de rapaces.
—No se sabe a ciencia cierta quién debe haber muerto primero, si el pájaro o el hombre, y quién debe haberse lanzado sobre el otro para quitarle el pellejo —dijo Curcio.
Para huir de la peste que exterminaba a la población, familias enteras se habían puesto en camino por los campos, y la agonía les había cogido allí mismo. Esparcidos por la yerma llanura, se veían montones de despojos de hombres y mujeres, desnudos, desfigurados por los bubones y, cosa que en principio parecía inexplicable, emplumados: como si de sus macilentos brazos y costillas hubieran crecido negras plumas y alas. Era carroña de buitre mezclada con sus restos.
Ya iban apareciendo en el suelo señales de batallas pasadas. La marcha se había hecho más lenta porque los dos caballos se paraban a menudo, o bien se encabritaban.
—¿Qué les ocurre a nuestros caballos? —preguntó Medardo al escudero.
—Señor —contestó—, no hay nada que disguste tanto a los caballos como el olor de sus propias entrañas.
Aquella parte de la llanura que atravesaban aparecía en efecto recubierta de carroña equina; unos restos estaban supinos, con los cascos vueltos al cielo, otros en cambio, con el hocico enterrado en el suelo.
—¿Por qué tantos caballos caídos en este lugar, Curcio? —preguntó Medardo.
—Cuando el caballo cree que va a despanzurrarse —explicó Curcio—, trata de retener sus vísceras. Algunos ponen la panza en el suelo, otros se dan la vuelta para que no les cuelguen. Pero la muerte no tarda en llegarles igualmente".
Magistral clase de escritura clásica, novelas de caballeros, armaduras con tintes fantásticos. Un libro para leer una y otra vez, ya que ésta es la primera incursión de Italo en este género, guardando todo lo que vendría después con sus narraciones fantásticas.